La Ciudad de México siempre me ha parecido una ciudad muy musical. Los comerciantes ambulantes venden sus productos y servicios con canto—el afilador de cuchillos tiene un silbido muy particular y la grabación del vendedor de tamales oaxaqueños es inconfundible. Aprendí a tocar el violín cuando tenía apenas seis años, pero lo dejé de tocar después de la preparatoria. La Ciudad de México despertó mi alma musical y toqué en varios grupos mientras vivía allí—en un mariachi, una banda de música balcánica y con un grupo de mujeres que tocan el son. Sonidos Desechables fue un proyecto que unió mi interés en la música con el arte visual.
Llegué a la Ciudad de México el año anterior como artista en residencia en el FARO (Fábrica de Artes y Oficios) de Oriente, ubicado en la marginada delegación de Iztapalapa. Durante mi estancia pinté un mural en el FARO y me enamoré del ambiente y de las personas que frecuentan este increíble centro de artes—literalmente, como el nombre del lugar implica, un faro cultural en medio de una expansión urbana aparentemente interminable.
Para Sonidos Desechables, me junté con mi amigo David Escobar del Colectivo Reciclarte para dirigir un taller sobre la creación de instrumentos musicales hechos de materiales reciclados. Teníamos todos los materiales a la mano, pues los miércoles el FARO está rodeado de un enorme tianguis en donde la mayoría de los productos que se venden han sido recogidos de la basura. (El basurero a cielo abierto de la Ciudad de México queda cerca, por lo que muchas personas del barrio buscan complementar sus ingresos mediante la venta de cosas de valor que encuentran entre los desperdicios). Les enseñé a los niños y niñas a tocar ritmos sencillos con sus instrumentos y varios estudiantes se animaron a reescribir canciones populares para incorporar el tema del reciclaje. Vestidos para impresionar con nuestros trajes de basura, hicimos una presentación en el teatro de caja negra del FARO y al final los orgullosos padres y madres se pusieron de pie para aplaudirnos.